octubre 25, 2010

Sobre la poesía (teoría, con ejercicios para el lector)

Si bien la poesía tiene orígenes en la oralidad, su esencia moderna se destaca en la imprenta. Existe cierto orden en la representación escrita de la poesía; pero tiene su fuerza en el hecho de que es contestataria a la narrativa: busca la destrucción del orden temporal, de la estructura lineal del discurso. Esto es evidente desde su oralidad, tomando en cuenta la tendencia rítmica del verso (¿no le parece a usté que el encabalgamiento es un acontecimiento extraño?). Pero es evidente en el papel, en el poder visual y gráfico del verso. El verso tiene unidad como imagen.

Por eso la poesía es de cierta manera la evasión de la muerte. La narrativa presenta siempre el miedo del hombre a ese vacío que ya mismo viene, porque muestra el fluir del tiempo. El mismo discurso que ahora propongo tiene una causalidad de inicio y fin, que se relaciona con la narración (al igual que la memoria, la descripción de un sueño o todo el proceso reproductivo y sexual). El lector espera ese orden porque es natural, como la mañana y la noche. Mucha poesía busca y encuentra su expresión simplemente en el rompimiento de esta estructura. Fíjese el lector atento y escuche, cómo las líneas de lo que he escrito en una continuidad (prosa, la prosa carajo), se diferencia del verso, tan rebelde y grosero, a veces:

La poesía es
de cierta manera
la evasión de la muerte.

Señor lector, le propongo un ejercicio. Divida en versos cualquier cosa. Cualquiera. Después mírelo, entrecerrando los ojos. Ya verá qué bonito.

Por cierto. La joyita de ahí arriba, Apollinaire.

octubre 04, 2010

Querida clase media: un llamado a la cordura

Puede ser la distancia, pero de golpe me levanto y soy un ser político. Por acá hablo de los espacios públicos de Quito, de todo el país y sus tradiciones milenarias, de su esclavismo colonial, de su regionalismo, de sus templos dorados, de sus selvas, de su racismo, de su afición por el verde y el arroz y el ají, del quichua y la belleza de los indígenas, de las montañas y la altura, y de golpe la necesidad de opinar de política. Un ser político, de golpe. Yo que tanto lo evité. En todo caso, lo hago debido a las circunstancias actuales del país, porque esta crisis me ha golpeado en el centro de mi nostalgia.

Extraño el caos de Quito, su ausencia de límites de velocidad, cruzar las calles donde se quiera y, cómo no, extraño los buses con sus payasos y sus barriletes. Es fácil, cuando uno está ahí, acostumbrarse a ese caos y vivir cómodo en él. Es fácil también acostumbrarse a las crisis. Ahora que no estoy allí me da ganas de abrazar a todo el país. Darle un abrazo gigante al Correa, porque es nuestro presidente y porque fue electo popularmente, porque dentro de todos sus defectos es un ser humano con ganas de gobernar, porque acepto la democracia y democráticamente fue electo. Y darle un abrazo gigante a los policías porque sufren, se preocupan, sienten, tienen hijos, tienen hambre y quieren defender sus derechos. Perdón por lo de los abrazos. Está un poco de más. Pero al menos una mano en el hombro, una palmadita en la espalda. 

No estoy de acuerdo con el señor presidente. Rechazo su prepotismo y sus momentos ilógicos. Pero no soy un "correista" si es que considero que, en ciertos temas, no ha sido un presidente espantoso. No considero que esté bien tampoco pensar que "correista" es mala palabra, como nos tienen acostumbrados a nosotros, la clase media. Y por supuesto, no estoy de acuerdo con que la policía, una institución que se supone debe estar ahí para velar que se cumplan los derechos y las responsabilidades de los ciudadanos, de repente dispare al aire y sacuda así de fuerte toda la estructura del país. Todo por intereses políticos. Pero cometemos también un error al juzgar todo sin reflexión. Porque aquellos policías que gritaron "No, señor Presidente", que hecharon gas o que que dispararon, estoy seguro, no tenían una intención política. Los policías que murieron murieron sin la menor intención o conocimiento del papel que estaban desenvolviendo. Pobres policías, tan ignorantes como nosotros, que nos oponemos a una constitución o la favorecemos a gritos sin ni saber realmente qué carajos es eso de la constitución. Ignorante el que vota sin leer la constitución, ignorante también el que la lee y cree que la entiende. 

El problema es que somos un pueblo de equipos. Nos gustan nuestros equipos y nos quedamos a defender la camiseta hasta el final. Siempre es Liga  y Barcelona, Guayaquil y Quito, Eloy Alfaro o García Moreno, Pilsener o Club. Si te gusta Quito, pobre infeliz no irás a defender a los monos o viceversa serrano bobo. No me sorprende ver que en esta crisis es igual, cómo el país se transforma en una cancha donde se van formando compañeros. En el facebook y en los comentarios de noticias por ahí alguien dice "abajo correa" y otro le contesta "ignorante, tonto, abajo los chapas, arriba correa", y otro dice "ya era hora de que alguien haga algo con este presidente irrespetuoso, a ver si te gusta que te traten mal, tarado", y alguien más dice "señores policías váyanse al carajo". Y todo el asunto es escoger un lado. Nos cuesta muchísimo encontrar acuerdos. Y nos cuesta hacerlo porque actuamos sin reflexión. Correa o es malo o es bueno y punto. Los chapas son animales, y punto.

Escoger un lado es sucumbir a una circunstancia donde desfoguemos nuestros inconformismos. Somos, por supuesto, un pueblo infinitamente inconforme, porque somos un pueblo pobre y mal estructurado. Lanzar piedras en la calle, gritar a la tele cuando asoma el Correa o escribir un grafitti nos alivia. Nos sentimos bien. En momentos de crisis necesitamos más que nunca esas circunstancias. Hay algo adentro que nos tiene enojados, siempre, contra algo. Este alivio es válido y necesario. Está bien gritarle al Correa, aún mejor hacer un grafitti (que es quizá y desde mi opinión una de las mejores maneras de hacer política), pero no podemos gritar por gritar. Al menos no deberíamos.
Sin embargo, ese ha sido durante años la función de la clase media. ¿Cuándo fue la última vez que nos sentimos bien con un gobierno? Cada uno de nuestros miles de gobernantes de las últimas dos décadas sufrieron duro nuestros insultos. Sería imposible negar que el Abdalá no se merecía un millón y más de insultos, pero también somos apresurados al juzgar. Pocos reflexionan en el proceso anticonstitucional por el cual se destituyó al "loco que ama", porque estuvo bien. Nos quejamos de tanto político corrupto pero estamos dispuestos a sobornar a un policía por no ir a la cárcel, no conocemos los límites de velocidad de nuestra ciudad y nos subimos al bus donde nos da la gana.

¿Qué es lo más grave de todos estos acontecimientos, según los comentarios del facebook? La verguenza. Nos da verguenza internacional, nos da pena que nos vean y que nos reconozcan parte de este caos. La clase media es peor en ese sentido que el "pueblo ignorante" y los "gobernantes corruptos". Juzgamos apresuradamente, sin reflexión, sobre temas que en realidad no nos importan, porque queremos escaparnos, no queremos ser vistos en esta realidad. La ciudad donde los policías se mataron entre ellos no es nuestra. Solo la vemos por televisión. En el fondo, ¿para qué comento sobre todo esto? No estoy ayudando al país. Burlarme del Correa, insultar a los chapas (siendo honesto, qué hijos de pucta) me limpia un poco de culpa. Por que, al final, yo estoy lejos. Yo no estoy allá. Yo tengo un trabajo estable y estoy cómodo. Mientras tanto caos no me estorbe, ahí aguantamos. Comentemos, comentemos esto largo y digamos frases prefabricadas. Juro que ayuda, nos limpia por adentro y nos permite vivir dentro del caos con comodidad. Les facilito algunas:

-Todo es culpa del prepotente del Correa, estaba pidiendo a gritos por inestabilidad política. 
-Chapas de mierda, respeten el uniforme y los derechos de la ciudadanía, estamos hartos!
-Esto es estrategia del mismo gobierno, tratando de manipular a la gente, tratando de tomar el control de los medios de comunicación.
-Qué verguenza me da, saber que estas cosas suceden en mi país, qué indignante. Primera plana de CNN. Qué verguenza.

septiembre 12, 2010

Céline y la única novela





Hace algunos meses, cerca de terminar un empleo de dos años y antes de enfrentar un cambio repentino en mi vida,  tuve una conversación casual, como otras tantas, con Andrés Ruiz, un amigo y ex-colega, en "la pajarera", la terraza donde absorbíamos 10 minutos de paz y nicotina. Además de la melancolía presente de saber que era uno de los últimos de esos momentos, cotidianos y rutinarios hasta entonces, la conversación tuvo un enfoque especial cuando acordamos sobre la importancia "metaliteraria" de una novela. Leer una de ellas, notamos con emoción (con miedo), no era simplemente un placer estético, intrínseco en una obra literaria como la poesía o el cuento o el drama. En cada uno de los capítulos, en cada marca en la página, en cada distancia del separador que se acerca al final, había también la confirmación de nuestras vidas. La novela existe no solo en las páginas de la obra que se lee, sino que, al ser un proceso literario que toma tiempo atravesar, presupone al mismo tiempo una sucesión de hechos en la vida del lector. En ese proceso, la novela es vida, y la narración no es más que la necesidad de enfrentar nuestro tiempo; es decir, nuestra mortalidad.


Un par de meses antes de ese encuentro, y un par de meses después, enfrentaba yo con miedo a Louis-Ferdinand Céline. Viaje al fin de la noche es una novela precisamente sobre ese enfrentamiento. No me sorprende que me haya tomado tantos meses. Ese tiempo estuvo lleno de momentos fascinantes y tenebrosos, recorriendo pasajes poderosos y terribles, de la voz del narrador protagonista (abrir el libro en cualquier página significa encontrar una frase, un párrafo desgarrador y terrible, con la fuerza de un verso crudo). Para mí, fueron momentos de transformación, de catarsis, de miedo. Fue duro atravesar sus páginas, fue duro atravesar el proceso de mi vida que me llevó al final de la novela.

El viaje que propone el protagonista es un viaje oscuro a la imposibilidad de alcanzar el bienestar y la felicidad. Con acierto y con total seguridad  Bardamú encuentra la oscuridad en el hombre, en sus relaciones, en sus ideales, en sus sentimientos y en su carne. Estas certezas están encerradas en la total imposibilidad de romperlas. Bardamú, por lo tanto, resulta en un protagonista vencido, destinado al completo fracaso. Esa resignación lo transforma en un espectador cínico, pasivo y afectadamente sardónico. Su acidez resulta de una observación atinada y analítica del sentimiento del ser humano, por lo que el espectador se ve obligado, con placer, a estar de acuerdo. Y en realidad, ¿Qué valor tiene la vida frente a la muerte? Bardamú comprende que los dados están echados. Enfrentado a la suciedad que lo rodea, a la constante amenaza de su propia muerte, él no puede amar. Esta es su constante, como en uno de sus recorridos, durante la noche, junto con uno de sus compañeros de viaje:

"Llegaríamos al final juntos y entonces sabríamos lo que habíamos ido a buscar en la aventura. La vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche.
Y, además, puede que no lo supiéramos nunca, que no encontrásemos nada. Eso es la muerte."

O durante la muerte de Robinson, su otro:

"Lloriquean aún, los agonizantes, porque no gozan bastante... Reclaman... Protestan. Es la comedia de la desgracia, que intenta pasar de la vida a la propia muerte."

¿Entonces porqué la sátira, porqué la ironía? Al encontrarse ofendido y subyugado en la oscuridad, la única opción es ir más allá, viajar a tientas, adentrarse en la noche, coquetear con la posibilidad de que la noche acabe, de destrozarse la cara cuando se llegue al fin de esa oscuridad. 

Ese es el mayor acierto de la novela, la voz de su narrador. Su visión hiperbólica y trágica es el único lente del lector, quien termina contagiándose de su cinismo. A través de sus ojos el mundo se da la vuelta; el carnaval es constante, y Bardamú se sonríe con asco. El lector conoce su tragedia (y la propia), y es imposible no sentirse simpatético, identificado. Imposible no sentirse parte de la noche. 

Esto es lo que leía yo, con tanto sufrimiento, avanzando párrafo por día, mientras hacía las maletas y dejaba todo atrás. Mientras gritaba de emoción y de terror por el viaje que realizaría, Céline me gritaba en la oreja. Acabé la novela después de instalarme en mi nueva casa, y de concluir una etapa de mi vida; después de que una parte de mí había muerto, porque (ahora comprendo) me costaba aceptar el hecho de que moría. Me demoré un mes más para decidirme a plasmar todo esto por escrito, a confirmarlo. 

Ahora recuerdo la conversación de ese día, y recuerdo el viaje y la metamorfosis. En ese cambio se desnuda un poco la muerte, que se acerca. En cada novela leída, no importa cuál sea, existe la confirmación del tiempo, y, como El Quijote, el viaje al fin de la noche es el viaje de la vida a la muerte: la única verdad, la única historia; la única novela. 


agosto 29, 2010

¡Miren todos! ¡El exhibicionista ha vuelto!

Esto del blog parece que, definitivamente, no es lo mío. La hoja Cruda es el tercer o cuarto blog que creo, con la convicción de que esta vez la publicación será constante, que es importante, que es divertido. Es como salir a caminar por la red y saber que uno es parte de tanto caos. Parece una buena idea. Se publican un par de cosas, se diseña la página, uno se contenta, y de pronto pasan meses de horfandad. Pienso en eso y me doy cuenta de algo importante: detrás de este deseo de mantener la bitácora se esconde la posibilidad de ser observado. El exhibicionista. Nos jugamos en línea la facultad de mostrarnos sin mostrarnos. Hablar sin hablar. Escoger la máscara precisa y colocársela sin miedo, sin vueltas, sin riesgo alguno de mostrar la verdadera identidad. La posibilidad de construir un círculo de lectores se me abre casi en la inconsciencia como una probabilidad deliciosa. El enlace a los comentarios, abierto, ahí abajo, como una entrepierna, íntima y entregada, para jugar con la ilusión de un contacto humano. 

Regreso, entonces, pero esta vez entregado al lector ficticio. Satisfecho sabiendo que esta máscara, arrojada en la pila enorme de lo público, permanece anónima. La mínima posibilidad de descubrimiento permite que exista todavía cierta emoción. Este anonimato debe asemejarse al abrigo marrón y gastado del exhibicionista público, que sentado en la plaza central de su ciudad, no piensa ahora en nada más que en el sol, en la brisa, en que es un buen día para salir a caminar. 

mayo 21, 2010

Quito, sus silencios (primera despedida)

Quito es una ciudad húmeda, atrapada entre las piernas abiertas del centro de la tierra. El Centro Histórico, revoltoso y enredado como un pubis gigante, trepa y cae de los montes, aferrándose a cualquier ilusión. Que no se me culpe. Empiezo a ver la ciudad con los ojos del viajante, como si ya fuera un recuerdo. De ahí toda esta publicación, la primera de algunas que seguramente vendrán en estos momentos en los que clavo las uñas en el suelo, aferrándome de tanta piedra que me rodea, mientras que los pies se mueven, caminan al norte, con certerísima ilusión. 

Tantos muertos en Quito. Tanta piedra silenciosa. Se escucha el grito desesperado de sus fantasmas en las calles, sus pasos apresurados entre tanto caos. La lluvia parece ser particularmente favorable al resbalarse por la calle Chile, hasta la Marín, que es donde todos van a penar. Nuestro silencio es sagrado, y entre los ojos de tanto santo que se vienen desangrando desde la conquista, encontramos un refugio doloroso y terrible, cómodos entre un secreto milenario que aún no descubrimos. 

En estos tiempos de despedida pienso en Quito y me alegro de su tristeza, de su caos. De sus ebrios subiendo cuestas, de sus niños jugándose la vida. De la sombra de toda cruz y sus ilusiones de metrópolis. Hay algo que me conecta con esas piedras lejanas y calladas, con esa tristeza y soledad. Yo también soy un fantasma anónimo.

He compartido ese silencio con la mujer extranjera que me convoca ahora a otros rumbos. Ella también fue piedra y silencio. Comprendió, desde sus ojos, el olor de la piedra, y estuvo entre las paredes rayadas, oliendo la entrepierna del mundo como un fantasma. Su partida también fue mía: es la confirmación de que debo escapar de toda esta tristeza, de todo este caos, que me ha llenado el alma durante 25 años. Me voy, Quito, y me voy contento de llevarte conmigo. 

abril 19, 2010

René y sus artificios (1era entrega)




Conocer a Magritte por primera vez siempre causa una fascinación espontánea, fácil. Es un efecto artificioso, similar a una acertijo visual, de esos que aparecen de vez en cuando en un correo electrónico. Recuerdo haber crecido con esos artificios, fascinarme cada vez más con el cuestionamiento explícito que producían cuadros como éste, o como los fantasmas monocromáticos de Escher. Mis sorpresas eran en un inicio ilusorias y pasajeras, porque muchas veces Magritte muestra su artificiosidad a través de una realidad claramente identificable, un fenómeno similar a la ilusión óptica. Magritte, sin reflexión, es entretenimiento. Y eso está bien. Pero Magritte se merece más que un espacio en Powerpoint o en una de esas páginas donde se dedican a las ilusiones ópticas. No porque sea Magritte, no es por su posición artística, sino porque sus cuadros generan algo más, algo impactante y tenebroso, como un secreto milenario. 


La atmósfera inquietante de Magritte no viene desde el espacio limitante del cuadro, de la percepción inmediata del contraste entre lo artificioso y lo real o de su estilo realista y su temática surreal, sino de la relación misteriosa entre el contenido de su cuadro, su complejo simbolismo, y el espectador. Magritte reclama constantemente la participación del lector en sus obras, transformando su arte en código. Así, su arte se diferencia, me parece, de otros surrealistas (punto abierto a debate): Giorgio de Chirico usaba ambientes alargados y sombras proyectadas sobre cuerpos antropoides que intimidaban porque exigían al espectador a ingresar en el espacio onírico y profundísimo de su obra.


Si bien en Magritte también existe esa postura freudiana y surrealista de jugar con el inconsciente, en muchos casos (me atrevería a decir que en sus más importantes creaciones) sus obras no atraen al lector hacia un mundo creado, sino que es él quien se sorprende al darse cuenta de que esa artificiosidad está invadiendo su realidad. Lo cotidiano es un motivo constante en el pintor Belga. Algo (o alguien) irrumpe esta cotidianidad, rompiendo la estructura de orden establecida por lo que conocemos, por el espacio seguro en el que se presenta. Una manzana que cubre un rostro, una roca inmensa sobre el mar.




La intención de Magritte es romper los paradigmas linguísticos e ideales que nos hemos impuesto.
En su búsqueda, hay el intento de romper con los elementos de la realidad. Pero sus cuadros no son únicamente un desface con aquello que percibimos a través de lo cotidiano, sino que en ellos se destaca la diferenciación de aquellos objetos o circunstancias reales establecidas en parámetros lejanos y perdidos. El rompimiento no se da, a diferencia de Dalí, o del ejemplo referenciado de Chirico, en el espacio del cuadro, sino en la mente del espectador. Del lector.

Y me voy. Diré que esta es la primera parte, porque aún no acabo con el tema. Dejo, eso sí, para terminar, un adornito para el blog.

marzo 18, 2010

Carajo Ecuador hasta cuando

Mi afición a la literatura me transforma en un ente infinitamente superior al resto de mortales, al menos en Ecuador. Leer no es un pasatiempo, sino una forma de conocimiento secreta que se descubre por algún artilugio, alguna falla sociológica de algún momento de la juventud. La práctica de la crítica y la lectura literaria me coloca en un porcentaje mínimo de ecuatorianos dedicados a esta actividad, y es imposible no sentirse alagado. Si es que alguna vez alguien ha tenido la oportunidad de codearse con nuestros círculos intelectuales verá que es así. Los pocos que nos dedicamos a esto tenemos este aire de superioridad, de absoluta certeza, de saber y conocimiento infinito. Bastaría conocerme para saberlo. Leer, en el país, es una cuestión de status quo, de superioridad no solo intelectual, sino social. En esos círculos intelectuales los hombres sabios se regordean y retozan sobre sus lecturas y debaten posturas sobre sus poetas, mascando sus convicciones como un chicle de menta. Entre su extenso repertorio suelen haber incursiones sobre el desarrollo cultural del país, lamentos sociales sobre la falta de lectura en el Ecuador. 

El problema se vuelve serio cuando consideramos el funcionamiento estructural de la sociedad ecuatoriana: los límites entre las clases sociales son muros infranqueables e inviolables. Inclusive, nuestros estratos sociales están configurados a través de consideraciones raciales. Llámenlo historia o ignorancia. Es innegable que es así, y basta el simple ejemplo del uso ofensivo de la palabra indio como para notarlo, con vergüenza. ¿Qué tienen que ver estos límites sociales con el problema de la lectura? estas condiciones jerárquicas que se viven en la sociedad se mimetizan en el proceso cultural y artístico. Es la clase media y la alta la gestora principal del aparato cultural del país, y (me arriesgo a decirlo) todo planteamiento literario está atravesado por la percepción limitada, y muchas veces cargada de prejuicio, de esta clase.

El mantenimiento del status quo que nos proporciona la literatura a nosotros los iluminados no puede romperse hacia los círculos sociales, porque en ellos se mantiene la relación de superioridad que ha marcado constantemente a nuestro país. Nuestras diferencias étnicas son, a la vez, diferencias sociales, y es extraño el hombre en Ecuador que no se sorprenda de ver un negro o un indio manejando un Mercedes; inclusive un Volkswagen. De la misma manera, mantenemos vigentes nuestras diferencias intelectuales. Por estas razones la literatura ecuatoriana es principalmente una literatura de clase media.

Muchas veces nos encontramos con que la literatura ecuatoriana cae en el juego de enmascararse en el ámbito popular, en la defensa y lucha de lo marginal, en la rebelión y el triunfo de la minoría. Pensemos en nuestro honorabilísimo Icaza y su Huasipungo, su Chulla Romero, donde recoge la visión simpatética hacia esos indígenas que correteaban, cuando él era niño, por la inmensa propiedad de su tío. Pensemos en el contemporáneo Huilo Ruales cuyos textos maravillosos (no hay ironía aquí) exploran lo lumpenesco, lo marginal y lo grotesco desde la visión de los anti-héroes, completamente alejados y desvinculados de cualquier posición frente a la clase media: en la transformación mitológica de su Quito (kito en sus textos) sigue habiendo una postura de clase media, una fábula exploratoria nacida de una visión realista-mágica, alejada del conflicto real de la clase baja urbana (Historias de la ciudad prohibida), e inclusive de la vida rural (Maldeojo). 

La crítica no va hacia los escritores, sino a una clara barrera intelectual que se ha vuelto irrompible. Era el mismo Huilo Ruales quien, en una conferencia en Cuenca, se agarró de puñetes verbales con nuestro señor ministro de educación, Raúl Vallejo, al conversar sobre la literatura ecuatoriana en las aulas. "No se debe enseñar literatura ecuatoriana en nuestras aulas" dijo, más o menos, el Huilo. "se debe enseñar literatura, y punto". El corbatín del señor Vallejo saltó, al igual que el lado derecho de la sala. La discusión, aunque sumamente interesante (mi voto fue para el señor Ruales, indudablemente), falló al no enfrentar el principal problema: no importa qué se enseñe, porque nadie va a leer. Nadie. No importa si es José de la Cuadra o Poe, los muros de nuestra sociedad están planteando una barrera fuerte en el proceso de integración cultural de otras clases sociales (inclusive otras etnias sociales) que no permitirán que haya una comprensión total de estas diferencias, lo que solo inflará más y más el problema. Si bien hay proyectos interesantes de integración artística, hay aún (desde una percepción personal) un olorcito elitista, una mirada por sobre el hombro. 

La educación literaria en el Ecuador no puede ser vista desde un planteamiento constructivo. Se necesita la destrucción total de un sistema educativo y social. ¿Utópico? puede ser. Pero mientras tanto tratemos de destruir lo que podamos. Mientras que estos procesos no cambien no podemos hablar de progreso. Qué decepción, subirse a un bus, por ejemplo, y no ver a nadie leyendo. Nadie. Qué bien se siente ser el único, el elegido. Qué orgullo.




Arriba: Definición de orgullo



marzo 07, 2010

La transformación literaria: Phillip Roth y La contravida

A riesgo de sonar repetitivo, es evidente que para un escritor el límite entre lo real y lo ficticio se quiebra constantemente. La creación literaria es un juego de equilibrio entre lo que el autor ve y percibe de su realidad, y  aquello que decide tomar y transformar de ella. En este proceso de transformación es imposible que la voz, la personalidad y la esencia del escritor no sufra: el autor, al transformar, debe transformarse.

Con La Contravida, Phillip Roth lleva este proceso de transformación al plano jerárquico más alto de la narración. La necesidad y la obligación de la metamorfosis de la realidad en literatura es el elemento ordenador más importante de la novela, porque solo a partir de estas nociones los personajes, los espacios y los manejos temporales adquieren un sentido común. En un primer momento del libro, Nathan Zuckerman, quizás un alter-ego de Roth, su transformación necesaria, escribe la historia de Henry, su hermano, que ha muerto al someterse a una cirugía que le habría permitido recuperar su vida sexual. Desde este primer momento el lector se enfrenta a una historia contada a partir de un juego entre narrador y autor. Zuckerman es personaje, autor y narrador. Estas tres características no están desligadas entre sí, y Roth consigue que su alter-ego reúna todas ellas como base esencial del protagonista.

Nathan no puede escribir el panegírico de Henry; al intentarlo, escribe su historia humillante de manera mordaz. Este primer momento es importante porque determina el hecho de que Nathan no puede evitar su afición narrativa, que su esencia como narrador determina el hecho de ser protagonista. Cuando comprendemos el camino por el que Roth nos quiere llevar, cuando llegamos a la segunda parte de la novela y encontramos un Henry que ha sobrevivido la operación y un Nathan que ignora su narración anterior mientras recorre Israel, comprendemos mejor la esencia de Zuckerman: la transformación de lo real a lo literario no depende de su esencia como escritor, o de la afición del personaje realizar dicha transformación, sino que el proceso sale de sus manos. Nathan parece ser el creador de las vidas paralelas de sus personajes (incluyéndose a sí mismo), pero el proceso de transformación está por sobre él, lo ha transformado como personaje y ha transformado también su manera de percibir su realidad, su propia transformación.

Por esta razón es curioso el proceso jerárquico que se establece en los personajes. Al parecer, todos están por debajo de Nathan, enclaustrados a su narración. Buscarán revelarse: Henry tomará los textos del departamento de su hermano y los botará en una autopista de Jersey, Maria lo abandonará al final de la novela, consciente de su dependencia, consciente de ser un personaje. Pero Nathan también se nivelará con el resto de los personajes y entrará en esa constante dicotomía entre la ficción y la realidad. Se someterá a una operación para recuperar su vida sexual, como había novelado con su hermano, y morirá. Él mismo será el encargado de escribir su panegírico.

Para este punto, el lector está demasiado perdido como para tomar la narración como "real", y sabe que está dentro de un proceso donde la verosimilitud de la novela se crea y se destruye a partir del hecho de que nada de la novela puede estar fuera de un plano literario. En ese proceso, La contravida es un libro que no solo confiesa su falsedad, su condición literaria, sino que la utiliza para crearse y destruirse continuamente. Sin necesidad de mencionarlo en su novela, Roth también inserta aquí la participación del lector, pues sabe que la pregunta sobre el papel del escritor y del narrador surgirá a partir del juego que ha creado. Phillip Roth y el lector son personajes que no son visibles en la novela, pero son los únicos personajes verosímiles.

marzo 01, 2010

El Quijote y la verdad



Que Don Quijote sea la obra más importante de la literatura en español no propone cuestionamiento en virtualmente crítico alguno. La obra sobrepasa sus innumerables elogios literarios: es un referente cultural y lingüístico, y en esa condición, sobrepasa las fronteras limítrofes en las que orgullosamente solemos encarcelar a las obras literarias. El lector común conoce esta condición, y sabe que en esa lectura que emprende hay más de lo que se dice, por lo que es forzado a encontrar detrás de todo discurso, cervantino o quijotesco, un asidero personalizado del cual agarrarse para descubrir esa gama, casi infinita, de contenidos que posee la obra. “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir” [1], afirmaba Italo Calvino, y el Quijote fácilmente se adapta a esa clasificación. En él, quizás Cervantes dijo todo lo que debía decir, pero El Quijote aún da para más, pésele o no a su autor.
En esa condición infinita de lecturas y en ese posicionamiento estatuario, innumerables son los méritos de la novela, e innumerables los posibles acercamientos del lector, sin importar su enfoque. El lenguaje, la filosofía, la historia, la filología, la psicología, encuentran una vasta profundidad en este clásico. Enfrentarse al Quijote significa enfrentarse a uno mismo. Pero quizás la mayor riqueza de la obra está en la construcción del personaje principal, pues abarca, desde un inicio, el problema interminable de la literatura. El personaje literario que pierde la razón a través de la literatura. Solo asentando las bases de la trama cervantina, desarrollada claramente en el primer capítulo, el lector puede encontrar, inmediatamente, una paradoja exquisita con la que tiene largo de qué deleitarse. Para mí, que soy un simple lector, precisamente allí yace uno de los principales méritos del Quijote, esa especie de transtextualidad que no lo es, porque sucede en los mismos límites de la novela. El Quijote es personaje por partida doble, es el personaje de Cervantes y es el personaje de Cide Hamete Benengeli.

Por esa razón analizar a don Quijote como personaje es de cierta manera realizar un análisis que necesariamente se extenderá hacia las interrogantes de la misma literatura. Es innegable que, durante la lectura, todo acontecimiento literario es real para el lector. En la búsqueda de la esencia de ese personaje se halla también la búsqueda del lector, que se deja arrastrar por la verosimilitud de la obra literaria. Por lo tanto, ¿quién es don Quijote? Sería cuerdo empezar por donde todo empieza.
El Quijote es un “hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua…”. Estas dos posesiones son las primeras que utiliza el narrador para introducir al personaje: referencias a sus armas. Esto parece determinarlo aún más que su propio nombre, que es ignorado inclusive por el propio narrador, que dudará entre varios nombres similares. Afirmará, en un inicio del libro, que el personaje principal “por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana”, y aumentará enseguida que “esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad”[2]. En un inicio, el lector encuentra a un personaje vacío, que no tiene un nombre o patria (simplemente “algún lugar de la Mancha”) definidos. En realidad, la identidad del Quijote no puede construirse a partir de ninguna referencia anterior a su locura, debido a que, desde un inicio, el lector está entregado a la pérdida de su razón, y no hay ninguna referencia clara de quién es este personaje antes de ser loco, por eso el nombre anterior a su locura poco importa. Parte de la condición esencial del Quijote será su propio bautizo: es él mismo quien se denomina don Quijote de la Mancha, sin el derecho noble de llamarse don. Recordemos la afición del Quijote de aferrarse al nombre para construir su esencia: aceptará más que gustoso el nombre de El Caballero de la Triste Figura, otorgado por Sancho Panza, se autodenominará El Caballero de los Leones al “vencer” al león en la segunda parte, y no reconocerá su nombre anterior cuando su vecino lo reconoce, herido, en la primera salida. Entonces, tanto el nombre como la locura son elementos que construyen claramente la identidad del personaje cervantino. Lo curioso es que su propio bautizo como don Quijote es posterior al de su caballo y de la recopilación y construcción de su armadura. Es decir, la edificación de su identidad, que indudablemente nace de su nombre, surge después de la decisión de hacerse caballero, después de perder la razón. El lapso entre la locura y la búsqueda de su nombre presupone, a mi parecer, un conflicto en la identificación esencial del personaje por parte del lector. ¿Quién es este hombre que, estando loco, todavía no es don Quijote? La construcción de su celada dura, al menos, una semana, y cuatro días más imaginar el nombre de su Rocinante. Durante esta semana y media, este hombre que ha perdido la razón no es Alonso Quijano, no es caballero. En ese tiempo don Quijote no existe.



Esa inexistencia, en lugar de ser un error, justifica la complejidad esencial de don Quijote, porque es en ese momento cuando se transforma en un personaje doble. Ese espacio de indeterminación es preciso para que se puedan delimitar las características individuales del personaje de Cervantes y el personaje de Cide Hamete Benengeli. A través de la literatura, Alonso Quijano pierde la razón, negando lo verdadero y transformando la realidad en una verosimilitud literaria. La construcción de su celada, el nombramiento de Rocinante, su propio nombramiento y, finalmente, la creación de Dulcinea del Toboso, son todos elementos donde el personaje de Cervantes está ficcionándose a sí mismo, creándose en personaje de Hamete Benengeli, proceso necesario para transformar totalmente su realidad en literatura.
Sin embargo, ¿Por qué entonces el Quijote se nombra a sí mismo antes de buscar doncella? La creación de Dulcinea necesitaba ser posterior a la del personaje para establecer una justificación de las aventuras a las cuales se entregará. Dulcinea es la idealización de sus acciones. La concepción de su ideal solo podía desarrollarse después de que su identidad haya sido determinada. “El caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma”[3], afirmará el narrador antes de ceder la voz al personaje. Pero aún hay algo más interesante en la creación de Dulcinea del Toboso: tiene una representación real, tomada de “una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado”[4]. El ideal “literario” del Quijote necesita de una representación de la realidad. Su locura no puede, por lo tanto, negar la realidad, pero sí transformarla. Le bastaría, si no fuese así, imaginar las aventuras. Hay una necesidad de transformar aquello que es real, esencia fundamental de la literatura. Mientras no recupera la razón, don Quijote niega su existencia anterior a su locura. En la segunda parte de la novela reconocerá a Sancho Panza que nunca ha visto a Dulcinea. ¿Es posible que esto sea verdad, aún sabiendo que el hidalgo que era don Quijote estuvo enamorado de aquella moza labradora? Dulcinea puede ser un personaje literario; don Quijote lo sabe y poco le importa, porque necesariamente es, para él, verdadera, como parece confesar a los condes en la segunda parte del libro: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo”. Dulcinea es real porque, como explica Quijote, él la contempla “como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo” [5]. Don Quijote es consciente de que Dulcinea es un personaje literario, que como tal, tiene un referente real; por lo tanto es tan verdadera como él.

Queda mucho que decir sobre la aventura literaria que don Quijote emprende, pues entra inclusive en este análisis la pertinencia de analizar la figura del narrador, elemento clave para considerar esta dualidad del personaje, que se ha extendido inclusive a la mitificación de su autor. Si apenas he considerado el primer capítulo como punto de partida para explorar estas posibles ramificaciones de la novela, es simplemente para denotar la complejidad y riqueza literaria de esta obra maestra. La pertinencia del Quijote en los tiempos modernos va más allá de la intención confesa del autor, que era burlarse del género caballeresco, debido a que el lector del Quijote, ya sea por cobardía o por indeterminación, fácilmente puede asimilar esa locura como propia, exorcizando en el peculiar personaje la necesidad intrínseca de convertirse en un personaje literario.

[1] Calvino, Ítalo, Por qué leer los clásicos. Tusquets Editores, Barcelona. 1994.
[2] Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Editorial Planeta. Barcelona, 2004. Pág. 34.
[3] Ibíd. Pág. 39.
[4] Ibíd. Págs.39, 40.
[5][5] Ibíd. Pág. 802

febrero 27, 2010

El Blog y la Nostalgia

Han pasado algunos años desde que dejé un par de blogs atrás, y decidí que quizás esto no era lo mío. Regreso con cierta nostalgia, con el convencimiento de que esto del blog está pasando de moda, y que esa es exactamente la razón por la cual es bueno volver. Hacer públicas algunas de mis ideas me ha hecho pensar en la inmediatez de la comunicación, en las (generalmente deplorables) nuevas tendencias de la Internet y especialmente en esta salvaje carrera tecnológica que vivimos desde hace un par de décadas.

Que el mundo moderno es un mundo agresivo no está en discusión. Pero más allá de los obvios conflictos, el siglo XXI ha sido silenciosamente agresivo en la vida cotidiana del hombre occidental. Entramos en él con la costumbre de la publicidad, el marketing y el neo-liberalismo, convencidos de que esta forma de vida apresurada y violenta era no solo la única, sino la forma de vida correcta. Hemos llegado al punto de autoesclavizarnos frente a millones de pantallas y colores. El hombre moderno es el hombre que con la cámara en la mano y la mente vacía se para en Times Square a admirar lo que podría comprar si hiciera el correcto sacrificio de disfrutar menos de su vida. La vida sin teléfonos celulares y lap-tops se ha vuelto casi inconcebible para algunos. La idea es la inmediatez, la productividad. Estamos convencidos que esto es comodidad y necesidad.Necesitamos esta forma de vida. Nos nutrimos de ella. Vivimos más que nunca encadenados a un sistema que, al parecer, no va a ningún otro lado que a su propia destrucción. El encadenamiento a este tipo de tecnologías nos hace vulnerables, y nos vuelve agresivos.

Sí, no he dicho nada nuevo. Estoy, al igual que millones de personas alrededor de la Tierra, profundamente convencido de lo terrible que es esta esclavitud. Estamos conscientes de que estamos perdidos. Lo sabemos; todos lo sabemos si es que nos ponemos a reflexionar: el futuro cercano, en este ritmo de vida, es definitivamente imposible. No es cuestión de pesimismo. El hombre positivo es el hombre ignorante (sector demográfico en constante crecimiento). Pero en el fondo no hay ningún problema, porque cuando la angustia nos golpea el hombro siempre podemos ignorarla con los juegos instalados en mi nuevo iPhone.

No me lavo las manos. Soy culpable, al igual que todos, de entregarme a este esclavismo. Es fácil caer en las tendencias, especialmente cuando se transforman en una necesidad. Pero me molesta infinitamente nuestro intento de demostrar superioridad. Somos, al parecer, infinitamente superiores de lo que fueron nuestros antepasados hace 50, 100, 1000, 10000 años atrás. Vemos la historia por sobre el hombro, con una sonrisa orgullosa, burlona. Así nos la enseñan.

Hoy todo es inmediato. Y no hay un problema evidente en este hecho: todo lo que sucede en el mundo puede llegar a nuestras manos en menos de segundos. Nadie puede negar que este es un avance importantísimo en la historia de la humanidad. El hombre contemporáneo se regocija de orgullo. Pero de esta inmediatez surge nuestra mayor cárcel: estamos condenados a que nada sea masticado. ¿Cómo puede surgir un proceso de reflexión si es que cada noticia es leída y descartada en segundos? Somos mucho menos reflexivos de lo que éramos años atrás. Por eso el éxito del twitter, porque permite tener 140 caracteres de la sabiduría comprimida de, digamos, Britney Spears oSnoop Dogg.

O de ella, si es que se busca algo más profundo

O de ella, si se busca algo más profundo

¿Y cuál es la idea detrás de twitter? Además del obvio y espantoso vouyerismo, lo inmediato y lo resumido. El vacío editorial. Todo sucede con la velocidad y el contenido de un twitter. En la Internet hemos abreviado, sin necesidad, el idioma, y nos hemos entregado a una vida social virtual que no interrumpa lo que es verdaderamente importante: trabajar para comprar un montón de mierda.

Por eso el blog parece tan nostálgico ahora. Acabo de colgar a la red una opinión de más de 600 palabras, pero así soy yo, anticuado. La nostalgia ahora es igual de inmediata. Niños de 18 años recuerdan con una sonrisa cuando Facebook no tenía juegos. “¿Te acuerdas de Windows XP?” se preguntan unos a otros, recordando con nostalgia el sistema operativo de aquellos días, cuando todavía no había Blackberrys y el iPod era en blanco y negro. “Tantos años atrás. Te extrañamos, 2005″.

Y así se nos escapa poco a poco el pasado. Los límites de lo que fue y de lo que se nos viene se acortan, y nos encadenamos felices a vivir el presente, inmediato. Inmediatamente. Mediáticamente. Y eso nos hace superiores. Hace 100 años, el hombre promedio dormía alrededor de 9 horas 30 minutos. Ahora dormimos un promedio de 7 horas. Qué vagos eran antes. Deplorable.