septiembre 12, 2010

Céline y la única novela





Hace algunos meses, cerca de terminar un empleo de dos años y antes de enfrentar un cambio repentino en mi vida,  tuve una conversación casual, como otras tantas, con Andrés Ruiz, un amigo y ex-colega, en "la pajarera", la terraza donde absorbíamos 10 minutos de paz y nicotina. Además de la melancolía presente de saber que era uno de los últimos de esos momentos, cotidianos y rutinarios hasta entonces, la conversación tuvo un enfoque especial cuando acordamos sobre la importancia "metaliteraria" de una novela. Leer una de ellas, notamos con emoción (con miedo), no era simplemente un placer estético, intrínseco en una obra literaria como la poesía o el cuento o el drama. En cada uno de los capítulos, en cada marca en la página, en cada distancia del separador que se acerca al final, había también la confirmación de nuestras vidas. La novela existe no solo en las páginas de la obra que se lee, sino que, al ser un proceso literario que toma tiempo atravesar, presupone al mismo tiempo una sucesión de hechos en la vida del lector. En ese proceso, la novela es vida, y la narración no es más que la necesidad de enfrentar nuestro tiempo; es decir, nuestra mortalidad.


Un par de meses antes de ese encuentro, y un par de meses después, enfrentaba yo con miedo a Louis-Ferdinand Céline. Viaje al fin de la noche es una novela precisamente sobre ese enfrentamiento. No me sorprende que me haya tomado tantos meses. Ese tiempo estuvo lleno de momentos fascinantes y tenebrosos, recorriendo pasajes poderosos y terribles, de la voz del narrador protagonista (abrir el libro en cualquier página significa encontrar una frase, un párrafo desgarrador y terrible, con la fuerza de un verso crudo). Para mí, fueron momentos de transformación, de catarsis, de miedo. Fue duro atravesar sus páginas, fue duro atravesar el proceso de mi vida que me llevó al final de la novela.

El viaje que propone el protagonista es un viaje oscuro a la imposibilidad de alcanzar el bienestar y la felicidad. Con acierto y con total seguridad  Bardamú encuentra la oscuridad en el hombre, en sus relaciones, en sus ideales, en sus sentimientos y en su carne. Estas certezas están encerradas en la total imposibilidad de romperlas. Bardamú, por lo tanto, resulta en un protagonista vencido, destinado al completo fracaso. Esa resignación lo transforma en un espectador cínico, pasivo y afectadamente sardónico. Su acidez resulta de una observación atinada y analítica del sentimiento del ser humano, por lo que el espectador se ve obligado, con placer, a estar de acuerdo. Y en realidad, ¿Qué valor tiene la vida frente a la muerte? Bardamú comprende que los dados están echados. Enfrentado a la suciedad que lo rodea, a la constante amenaza de su propia muerte, él no puede amar. Esta es su constante, como en uno de sus recorridos, durante la noche, junto con uno de sus compañeros de viaje:

"Llegaríamos al final juntos y entonces sabríamos lo que habíamos ido a buscar en la aventura. La vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche.
Y, además, puede que no lo supiéramos nunca, que no encontrásemos nada. Eso es la muerte."

O durante la muerte de Robinson, su otro:

"Lloriquean aún, los agonizantes, porque no gozan bastante... Reclaman... Protestan. Es la comedia de la desgracia, que intenta pasar de la vida a la propia muerte."

¿Entonces porqué la sátira, porqué la ironía? Al encontrarse ofendido y subyugado en la oscuridad, la única opción es ir más allá, viajar a tientas, adentrarse en la noche, coquetear con la posibilidad de que la noche acabe, de destrozarse la cara cuando se llegue al fin de esa oscuridad. 

Ese es el mayor acierto de la novela, la voz de su narrador. Su visión hiperbólica y trágica es el único lente del lector, quien termina contagiándose de su cinismo. A través de sus ojos el mundo se da la vuelta; el carnaval es constante, y Bardamú se sonríe con asco. El lector conoce su tragedia (y la propia), y es imposible no sentirse simpatético, identificado. Imposible no sentirse parte de la noche. 

Esto es lo que leía yo, con tanto sufrimiento, avanzando párrafo por día, mientras hacía las maletas y dejaba todo atrás. Mientras gritaba de emoción y de terror por el viaje que realizaría, Céline me gritaba en la oreja. Acabé la novela después de instalarme en mi nueva casa, y de concluir una etapa de mi vida; después de que una parte de mí había muerto, porque (ahora comprendo) me costaba aceptar el hecho de que moría. Me demoré un mes más para decidirme a plasmar todo esto por escrito, a confirmarlo. 

Ahora recuerdo la conversación de ese día, y recuerdo el viaje y la metamorfosis. En ese cambio se desnuda un poco la muerte, que se acerca. En cada novela leída, no importa cuál sea, existe la confirmación del tiempo, y, como El Quijote, el viaje al fin de la noche es el viaje de la vida a la muerte: la única verdad, la única historia; la única novela.