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septiembre 02, 2012

LECTURAS: Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas: El error de la literatura

Descarga Bartleby y compañía aquí (formato epub, mobi y pdf)

Si bien el estilo de Enrique Vila-Matas tiene toques geniales, la pretensión de Bartleby y compañía esconde entre sus páginas el problema fundamental de la comunidad literaria



Bartleby y compañía - Editorial Anagrama
La edición de Anagrama
¿Qué es este libro? Es difícil decir cuando las editoriales no ponen el subtítulo del género al lado del título, como hacen absurdamente casi todas las editoriales gringas. The Crying of Lot 49: a novel, dice la portada de un libro de Pynchon. La portada de Bartleby y compañía, de Vila-Matas, publicada por Anagrama, no dice nada. Toca abrir las páginas para descubrir qué mismo es. ¿Es una novela? ¿Es un ensayo literario? Ya sé, ¿Es uno de esos textos postmodernos que está más allá de las convenciones del género? Es de hecho un texto ficticio, con una voz narrativa que toma cierta presencia física y que propone cierta simpatía. En general la estructura formal del texto supone ser la colección de notas al pie de un texto inexistente; un apéndice al texto del silencio. La idea es tan poética que es casi absurda. Mi reticencia a este texto, debo confesarlo, viene desde el descubrimiento de Pierre Bordieu, y desde una visión más fría y calculada de la literatura. Quizás mi desprecio por el autor sea inmerecido. Quizás Vila-Matas es un gran escritor (no dudo de sus capacidad estilística), pero qué buena excusa presenta este texto para decir tantas cosas que quiero decir a la comunidad literaria, la comunidad de la que formo parte, de cierta manera, y a la cual he defendido casi toda mi vida. Este ataque es violento porque es un ataque hacia mis propias convicciones, y la violencia personal debe ser la más destructiva. (Qué poética, esta última frase, quizás sea cierta.)

Oscar Wilde es quizás la figura que representa mejor este libro: el punto más álgido de la élite, la cima más respingada de la literatura. Como si las letras fueran la moneda que separa al culto burgués del pueblo ignorante. Detrás de la genialidad de Wilde siempre estuvo su casi imperdonable pedantería, una característica terriblemente burguesa. Claro, los literatos no solo le perdonan esa actitud, sino que la alaban ,la adoran, la quieren para sí mismos (¿Y quién puede negar la genialidad del dandy más pulcro de las letras?). Todos los que han escogido la literatura (y la escogen no como profesión, sino como acto de fe, como religión) actúan como si estuvieran buscando la verdad detrás de la palabra, pero lo que se busca es el guante blanco, el pedestal, el banquito donde subirse para ver correctamente a las masas, tapándose las narices. 

Esto queda claro en la actitud del narrador:

Me gustaría haber creado en el lector la cálida sensación de que acceder a estas páginas es como hacerse socio de un club al estilo del club de los negocios raros de Chesterton, donde entre otros servicios el Bartleby Reunidos --tal sería el nombre de ese club o negocio raro-- pondría a disposición de los señores socios algunos de los mejores relatos relacionados con el tema de la renuncia a la escritura.

Edición en inglés
Es como si para pertenecer a tal club es necesario recitar la contraseña que Chesterton ha planteado en su El club de los negocios raros, y solo así entrar a su restaurante exclusivo. El artificio más efectivo de la literatura no es la metáfora, sino el elitismo intelectual. La novela de Vila Matas no es solo una oda a ese elitismo, sino que tiene la doble función de servir como un pequeño manual para literatos. Para escalar posiciones los burgueses usan dinero. El sueño burgués es el descubrimiento del petróleo en su patio trasero. Los literatos, eliminando el dinero en favor de la originalidad,  usan como moneda el name-dropping, y su sueño es el descubrimiento del poeta escondido, internado al manicomio, asesinado por travestis celosos, embriagado de soledad, lanzando frases geniales al ruido de algún mercado lejano. Encontrar a tal poeta determina el protagonismo en el ritual religioso del literato, celebrado cada fin de semana entre sus altares cubiertos de alcohol. Pues bien, ahí está la novelita de Vila-Matas, una detallada recopilación sobre escritores, algunos innegablemente gigantes, otros casi desconocidos (pero con credenciales impecables, aprobadas por las más importantes creadores de la burguesía intelectual), y una serie de interesantísimas anécdotas sobre ellos. A momentos la palabra “interesante” no es aquí sarcástica. Pero nunca se justifica la ficción detrás de las anécdotas. Nunca llega la voz narrativa a tomar una forma que ejerza validez en esas anécdotas. Se acerca, en un momento, en el encuentro ficticio con Salinger en un metro de Nueva York, el momento más llamativo de esta novela. Novela?

Enrique Vila-Matas
¿Pero porqué se equivoca Vila-Matas? Bartleby es un copista, un empleado privado, que no comprende las ambiciones de su patrón. Frente a sus limitaciones, Bartleby escoge la copia frente a la originalidad. Vila-Matas parece ignorar esto, y compara a Bartleby con los más excéntricos escritores. En realidad, ¿quién más Bartleby que el escritor de romances, o el guionista de una telenovela? Son ellos los que preferirían no hacerlo. La propuesta de Vila Matas sugiere cierta gloria en esa renuncia, olvidando que lo patético en Bartleby es lo que más determina su personalidad. Bartleby es el hombre humilde, incomprendido por el burgués que no encuentra en sus ideales la posibilidad de la resignación del trabajo monótono de las clases que no pueden darse el lujo de leer a Kafka. Vila-Matas lo ha entendido todo al revés. 



(¿Más libros gratis? sugerencias y peticiones en twitter: @metouma)

marzo 07, 2010

La transformación literaria: Phillip Roth y La contravida

A riesgo de sonar repetitivo, es evidente que para un escritor el límite entre lo real y lo ficticio se quiebra constantemente. La creación literaria es un juego de equilibrio entre lo que el autor ve y percibe de su realidad, y  aquello que decide tomar y transformar de ella. En este proceso de transformación es imposible que la voz, la personalidad y la esencia del escritor no sufra: el autor, al transformar, debe transformarse.

Con La Contravida, Phillip Roth lleva este proceso de transformación al plano jerárquico más alto de la narración. La necesidad y la obligación de la metamorfosis de la realidad en literatura es el elemento ordenador más importante de la novela, porque solo a partir de estas nociones los personajes, los espacios y los manejos temporales adquieren un sentido común. En un primer momento del libro, Nathan Zuckerman, quizás un alter-ego de Roth, su transformación necesaria, escribe la historia de Henry, su hermano, que ha muerto al someterse a una cirugía que le habría permitido recuperar su vida sexual. Desde este primer momento el lector se enfrenta a una historia contada a partir de un juego entre narrador y autor. Zuckerman es personaje, autor y narrador. Estas tres características no están desligadas entre sí, y Roth consigue que su alter-ego reúna todas ellas como base esencial del protagonista.

Nathan no puede escribir el panegírico de Henry; al intentarlo, escribe su historia humillante de manera mordaz. Este primer momento es importante porque determina el hecho de que Nathan no puede evitar su afición narrativa, que su esencia como narrador determina el hecho de ser protagonista. Cuando comprendemos el camino por el que Roth nos quiere llevar, cuando llegamos a la segunda parte de la novela y encontramos un Henry que ha sobrevivido la operación y un Nathan que ignora su narración anterior mientras recorre Israel, comprendemos mejor la esencia de Zuckerman: la transformación de lo real a lo literario no depende de su esencia como escritor, o de la afición del personaje realizar dicha transformación, sino que el proceso sale de sus manos. Nathan parece ser el creador de las vidas paralelas de sus personajes (incluyéndose a sí mismo), pero el proceso de transformación está por sobre él, lo ha transformado como personaje y ha transformado también su manera de percibir su realidad, su propia transformación.

Por esta razón es curioso el proceso jerárquico que se establece en los personajes. Al parecer, todos están por debajo de Nathan, enclaustrados a su narración. Buscarán revelarse: Henry tomará los textos del departamento de su hermano y los botará en una autopista de Jersey, Maria lo abandonará al final de la novela, consciente de su dependencia, consciente de ser un personaje. Pero Nathan también se nivelará con el resto de los personajes y entrará en esa constante dicotomía entre la ficción y la realidad. Se someterá a una operación para recuperar su vida sexual, como había novelado con su hermano, y morirá. Él mismo será el encargado de escribir su panegírico.

Para este punto, el lector está demasiado perdido como para tomar la narración como "real", y sabe que está dentro de un proceso donde la verosimilitud de la novela se crea y se destruye a partir del hecho de que nada de la novela puede estar fuera de un plano literario. En ese proceso, La contravida es un libro que no solo confiesa su falsedad, su condición literaria, sino que la utiliza para crearse y destruirse continuamente. Sin necesidad de mencionarlo en su novela, Roth también inserta aquí la participación del lector, pues sabe que la pregunta sobre el papel del escritor y del narrador surgirá a partir del juego que ha creado. Phillip Roth y el lector son personajes que no son visibles en la novela, pero son los únicos personajes verosímiles.

marzo 01, 2010

El Quijote y la verdad



Que Don Quijote sea la obra más importante de la literatura en español no propone cuestionamiento en virtualmente crítico alguno. La obra sobrepasa sus innumerables elogios literarios: es un referente cultural y lingüístico, y en esa condición, sobrepasa las fronteras limítrofes en las que orgullosamente solemos encarcelar a las obras literarias. El lector común conoce esta condición, y sabe que en esa lectura que emprende hay más de lo que se dice, por lo que es forzado a encontrar detrás de todo discurso, cervantino o quijotesco, un asidero personalizado del cual agarrarse para descubrir esa gama, casi infinita, de contenidos que posee la obra. “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir” [1], afirmaba Italo Calvino, y el Quijote fácilmente se adapta a esa clasificación. En él, quizás Cervantes dijo todo lo que debía decir, pero El Quijote aún da para más, pésele o no a su autor.
En esa condición infinita de lecturas y en ese posicionamiento estatuario, innumerables son los méritos de la novela, e innumerables los posibles acercamientos del lector, sin importar su enfoque. El lenguaje, la filosofía, la historia, la filología, la psicología, encuentran una vasta profundidad en este clásico. Enfrentarse al Quijote significa enfrentarse a uno mismo. Pero quizás la mayor riqueza de la obra está en la construcción del personaje principal, pues abarca, desde un inicio, el problema interminable de la literatura. El personaje literario que pierde la razón a través de la literatura. Solo asentando las bases de la trama cervantina, desarrollada claramente en el primer capítulo, el lector puede encontrar, inmediatamente, una paradoja exquisita con la que tiene largo de qué deleitarse. Para mí, que soy un simple lector, precisamente allí yace uno de los principales méritos del Quijote, esa especie de transtextualidad que no lo es, porque sucede en los mismos límites de la novela. El Quijote es personaje por partida doble, es el personaje de Cervantes y es el personaje de Cide Hamete Benengeli.

Por esa razón analizar a don Quijote como personaje es de cierta manera realizar un análisis que necesariamente se extenderá hacia las interrogantes de la misma literatura. Es innegable que, durante la lectura, todo acontecimiento literario es real para el lector. En la búsqueda de la esencia de ese personaje se halla también la búsqueda del lector, que se deja arrastrar por la verosimilitud de la obra literaria. Por lo tanto, ¿quién es don Quijote? Sería cuerdo empezar por donde todo empieza.
El Quijote es un “hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua…”. Estas dos posesiones son las primeras que utiliza el narrador para introducir al personaje: referencias a sus armas. Esto parece determinarlo aún más que su propio nombre, que es ignorado inclusive por el propio narrador, que dudará entre varios nombres similares. Afirmará, en un inicio del libro, que el personaje principal “por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana”, y aumentará enseguida que “esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad”[2]. En un inicio, el lector encuentra a un personaje vacío, que no tiene un nombre o patria (simplemente “algún lugar de la Mancha”) definidos. En realidad, la identidad del Quijote no puede construirse a partir de ninguna referencia anterior a su locura, debido a que, desde un inicio, el lector está entregado a la pérdida de su razón, y no hay ninguna referencia clara de quién es este personaje antes de ser loco, por eso el nombre anterior a su locura poco importa. Parte de la condición esencial del Quijote será su propio bautizo: es él mismo quien se denomina don Quijote de la Mancha, sin el derecho noble de llamarse don. Recordemos la afición del Quijote de aferrarse al nombre para construir su esencia: aceptará más que gustoso el nombre de El Caballero de la Triste Figura, otorgado por Sancho Panza, se autodenominará El Caballero de los Leones al “vencer” al león en la segunda parte, y no reconocerá su nombre anterior cuando su vecino lo reconoce, herido, en la primera salida. Entonces, tanto el nombre como la locura son elementos que construyen claramente la identidad del personaje cervantino. Lo curioso es que su propio bautizo como don Quijote es posterior al de su caballo y de la recopilación y construcción de su armadura. Es decir, la edificación de su identidad, que indudablemente nace de su nombre, surge después de la decisión de hacerse caballero, después de perder la razón. El lapso entre la locura y la búsqueda de su nombre presupone, a mi parecer, un conflicto en la identificación esencial del personaje por parte del lector. ¿Quién es este hombre que, estando loco, todavía no es don Quijote? La construcción de su celada dura, al menos, una semana, y cuatro días más imaginar el nombre de su Rocinante. Durante esta semana y media, este hombre que ha perdido la razón no es Alonso Quijano, no es caballero. En ese tiempo don Quijote no existe.



Esa inexistencia, en lugar de ser un error, justifica la complejidad esencial de don Quijote, porque es en ese momento cuando se transforma en un personaje doble. Ese espacio de indeterminación es preciso para que se puedan delimitar las características individuales del personaje de Cervantes y el personaje de Cide Hamete Benengeli. A través de la literatura, Alonso Quijano pierde la razón, negando lo verdadero y transformando la realidad en una verosimilitud literaria. La construcción de su celada, el nombramiento de Rocinante, su propio nombramiento y, finalmente, la creación de Dulcinea del Toboso, son todos elementos donde el personaje de Cervantes está ficcionándose a sí mismo, creándose en personaje de Hamete Benengeli, proceso necesario para transformar totalmente su realidad en literatura.
Sin embargo, ¿Por qué entonces el Quijote se nombra a sí mismo antes de buscar doncella? La creación de Dulcinea necesitaba ser posterior a la del personaje para establecer una justificación de las aventuras a las cuales se entregará. Dulcinea es la idealización de sus acciones. La concepción de su ideal solo podía desarrollarse después de que su identidad haya sido determinada. “El caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma”[3], afirmará el narrador antes de ceder la voz al personaje. Pero aún hay algo más interesante en la creación de Dulcinea del Toboso: tiene una representación real, tomada de “una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado”[4]. El ideal “literario” del Quijote necesita de una representación de la realidad. Su locura no puede, por lo tanto, negar la realidad, pero sí transformarla. Le bastaría, si no fuese así, imaginar las aventuras. Hay una necesidad de transformar aquello que es real, esencia fundamental de la literatura. Mientras no recupera la razón, don Quijote niega su existencia anterior a su locura. En la segunda parte de la novela reconocerá a Sancho Panza que nunca ha visto a Dulcinea. ¿Es posible que esto sea verdad, aún sabiendo que el hidalgo que era don Quijote estuvo enamorado de aquella moza labradora? Dulcinea puede ser un personaje literario; don Quijote lo sabe y poco le importa, porque necesariamente es, para él, verdadera, como parece confesar a los condes en la segunda parte del libro: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo”. Dulcinea es real porque, como explica Quijote, él la contempla “como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo” [5]. Don Quijote es consciente de que Dulcinea es un personaje literario, que como tal, tiene un referente real; por lo tanto es tan verdadera como él.

Queda mucho que decir sobre la aventura literaria que don Quijote emprende, pues entra inclusive en este análisis la pertinencia de analizar la figura del narrador, elemento clave para considerar esta dualidad del personaje, que se ha extendido inclusive a la mitificación de su autor. Si apenas he considerado el primer capítulo como punto de partida para explorar estas posibles ramificaciones de la novela, es simplemente para denotar la complejidad y riqueza literaria de esta obra maestra. La pertinencia del Quijote en los tiempos modernos va más allá de la intención confesa del autor, que era burlarse del género caballeresco, debido a que el lector del Quijote, ya sea por cobardía o por indeterminación, fácilmente puede asimilar esa locura como propia, exorcizando en el peculiar personaje la necesidad intrínseca de convertirse en un personaje literario.

[1] Calvino, Ítalo, Por qué leer los clásicos. Tusquets Editores, Barcelona. 1994.
[2] Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Editorial Planeta. Barcelona, 2004. Pág. 34.
[3] Ibíd. Pág. 39.
[4] Ibíd. Págs.39, 40.
[5][5] Ibíd. Pág. 802