marzo 18, 2010

Carajo Ecuador hasta cuando

Mi afición a la literatura me transforma en un ente infinitamente superior al resto de mortales, al menos en Ecuador. Leer no es un pasatiempo, sino una forma de conocimiento secreta que se descubre por algún artilugio, alguna falla sociológica de algún momento de la juventud. La práctica de la crítica y la lectura literaria me coloca en un porcentaje mínimo de ecuatorianos dedicados a esta actividad, y es imposible no sentirse alagado. Si es que alguna vez alguien ha tenido la oportunidad de codearse con nuestros círculos intelectuales verá que es así. Los pocos que nos dedicamos a esto tenemos este aire de superioridad, de absoluta certeza, de saber y conocimiento infinito. Bastaría conocerme para saberlo. Leer, en el país, es una cuestión de status quo, de superioridad no solo intelectual, sino social. En esos círculos intelectuales los hombres sabios se regordean y retozan sobre sus lecturas y debaten posturas sobre sus poetas, mascando sus convicciones como un chicle de menta. Entre su extenso repertorio suelen haber incursiones sobre el desarrollo cultural del país, lamentos sociales sobre la falta de lectura en el Ecuador. 

El problema se vuelve serio cuando consideramos el funcionamiento estructural de la sociedad ecuatoriana: los límites entre las clases sociales son muros infranqueables e inviolables. Inclusive, nuestros estratos sociales están configurados a través de consideraciones raciales. Llámenlo historia o ignorancia. Es innegable que es así, y basta el simple ejemplo del uso ofensivo de la palabra indio como para notarlo, con vergüenza. ¿Qué tienen que ver estos límites sociales con el problema de la lectura? estas condiciones jerárquicas que se viven en la sociedad se mimetizan en el proceso cultural y artístico. Es la clase media y la alta la gestora principal del aparato cultural del país, y (me arriesgo a decirlo) todo planteamiento literario está atravesado por la percepción limitada, y muchas veces cargada de prejuicio, de esta clase.

El mantenimiento del status quo que nos proporciona la literatura a nosotros los iluminados no puede romperse hacia los círculos sociales, porque en ellos se mantiene la relación de superioridad que ha marcado constantemente a nuestro país. Nuestras diferencias étnicas son, a la vez, diferencias sociales, y es extraño el hombre en Ecuador que no se sorprenda de ver un negro o un indio manejando un Mercedes; inclusive un Volkswagen. De la misma manera, mantenemos vigentes nuestras diferencias intelectuales. Por estas razones la literatura ecuatoriana es principalmente una literatura de clase media.

Muchas veces nos encontramos con que la literatura ecuatoriana cae en el juego de enmascararse en el ámbito popular, en la defensa y lucha de lo marginal, en la rebelión y el triunfo de la minoría. Pensemos en nuestro honorabilísimo Icaza y su Huasipungo, su Chulla Romero, donde recoge la visión simpatética hacia esos indígenas que correteaban, cuando él era niño, por la inmensa propiedad de su tío. Pensemos en el contemporáneo Huilo Ruales cuyos textos maravillosos (no hay ironía aquí) exploran lo lumpenesco, lo marginal y lo grotesco desde la visión de los anti-héroes, completamente alejados y desvinculados de cualquier posición frente a la clase media: en la transformación mitológica de su Quito (kito en sus textos) sigue habiendo una postura de clase media, una fábula exploratoria nacida de una visión realista-mágica, alejada del conflicto real de la clase baja urbana (Historias de la ciudad prohibida), e inclusive de la vida rural (Maldeojo). 

La crítica no va hacia los escritores, sino a una clara barrera intelectual que se ha vuelto irrompible. Era el mismo Huilo Ruales quien, en una conferencia en Cuenca, se agarró de puñetes verbales con nuestro señor ministro de educación, Raúl Vallejo, al conversar sobre la literatura ecuatoriana en las aulas. "No se debe enseñar literatura ecuatoriana en nuestras aulas" dijo, más o menos, el Huilo. "se debe enseñar literatura, y punto". El corbatín del señor Vallejo saltó, al igual que el lado derecho de la sala. La discusión, aunque sumamente interesante (mi voto fue para el señor Ruales, indudablemente), falló al no enfrentar el principal problema: no importa qué se enseñe, porque nadie va a leer. Nadie. No importa si es José de la Cuadra o Poe, los muros de nuestra sociedad están planteando una barrera fuerte en el proceso de integración cultural de otras clases sociales (inclusive otras etnias sociales) que no permitirán que haya una comprensión total de estas diferencias, lo que solo inflará más y más el problema. Si bien hay proyectos interesantes de integración artística, hay aún (desde una percepción personal) un olorcito elitista, una mirada por sobre el hombro. 

La educación literaria en el Ecuador no puede ser vista desde un planteamiento constructivo. Se necesita la destrucción total de un sistema educativo y social. ¿Utópico? puede ser. Pero mientras tanto tratemos de destruir lo que podamos. Mientras que estos procesos no cambien no podemos hablar de progreso. Qué decepción, subirse a un bus, por ejemplo, y no ver a nadie leyendo. Nadie. Qué bien se siente ser el único, el elegido. Qué orgullo.




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marzo 07, 2010

La transformación literaria: Phillip Roth y La contravida

A riesgo de sonar repetitivo, es evidente que para un escritor el límite entre lo real y lo ficticio se quiebra constantemente. La creación literaria es un juego de equilibrio entre lo que el autor ve y percibe de su realidad, y  aquello que decide tomar y transformar de ella. En este proceso de transformación es imposible que la voz, la personalidad y la esencia del escritor no sufra: el autor, al transformar, debe transformarse.

Con La Contravida, Phillip Roth lleva este proceso de transformación al plano jerárquico más alto de la narración. La necesidad y la obligación de la metamorfosis de la realidad en literatura es el elemento ordenador más importante de la novela, porque solo a partir de estas nociones los personajes, los espacios y los manejos temporales adquieren un sentido común. En un primer momento del libro, Nathan Zuckerman, quizás un alter-ego de Roth, su transformación necesaria, escribe la historia de Henry, su hermano, que ha muerto al someterse a una cirugía que le habría permitido recuperar su vida sexual. Desde este primer momento el lector se enfrenta a una historia contada a partir de un juego entre narrador y autor. Zuckerman es personaje, autor y narrador. Estas tres características no están desligadas entre sí, y Roth consigue que su alter-ego reúna todas ellas como base esencial del protagonista.

Nathan no puede escribir el panegírico de Henry; al intentarlo, escribe su historia humillante de manera mordaz. Este primer momento es importante porque determina el hecho de que Nathan no puede evitar su afición narrativa, que su esencia como narrador determina el hecho de ser protagonista. Cuando comprendemos el camino por el que Roth nos quiere llevar, cuando llegamos a la segunda parte de la novela y encontramos un Henry que ha sobrevivido la operación y un Nathan que ignora su narración anterior mientras recorre Israel, comprendemos mejor la esencia de Zuckerman: la transformación de lo real a lo literario no depende de su esencia como escritor, o de la afición del personaje realizar dicha transformación, sino que el proceso sale de sus manos. Nathan parece ser el creador de las vidas paralelas de sus personajes (incluyéndose a sí mismo), pero el proceso de transformación está por sobre él, lo ha transformado como personaje y ha transformado también su manera de percibir su realidad, su propia transformación.

Por esta razón es curioso el proceso jerárquico que se establece en los personajes. Al parecer, todos están por debajo de Nathan, enclaustrados a su narración. Buscarán revelarse: Henry tomará los textos del departamento de su hermano y los botará en una autopista de Jersey, Maria lo abandonará al final de la novela, consciente de su dependencia, consciente de ser un personaje. Pero Nathan también se nivelará con el resto de los personajes y entrará en esa constante dicotomía entre la ficción y la realidad. Se someterá a una operación para recuperar su vida sexual, como había novelado con su hermano, y morirá. Él mismo será el encargado de escribir su panegírico.

Para este punto, el lector está demasiado perdido como para tomar la narración como "real", y sabe que está dentro de un proceso donde la verosimilitud de la novela se crea y se destruye a partir del hecho de que nada de la novela puede estar fuera de un plano literario. En ese proceso, La contravida es un libro que no solo confiesa su falsedad, su condición literaria, sino que la utiliza para crearse y destruirse continuamente. Sin necesidad de mencionarlo en su novela, Roth también inserta aquí la participación del lector, pues sabe que la pregunta sobre el papel del escritor y del narrador surgirá a partir del juego que ha creado. Phillip Roth y el lector son personajes que no son visibles en la novela, pero son los únicos personajes verosímiles.

marzo 01, 2010

El Quijote y la verdad



Que Don Quijote sea la obra más importante de la literatura en español no propone cuestionamiento en virtualmente crítico alguno. La obra sobrepasa sus innumerables elogios literarios: es un referente cultural y lingüístico, y en esa condición, sobrepasa las fronteras limítrofes en las que orgullosamente solemos encarcelar a las obras literarias. El lector común conoce esta condición, y sabe que en esa lectura que emprende hay más de lo que se dice, por lo que es forzado a encontrar detrás de todo discurso, cervantino o quijotesco, un asidero personalizado del cual agarrarse para descubrir esa gama, casi infinita, de contenidos que posee la obra. “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir” [1], afirmaba Italo Calvino, y el Quijote fácilmente se adapta a esa clasificación. En él, quizás Cervantes dijo todo lo que debía decir, pero El Quijote aún da para más, pésele o no a su autor.
En esa condición infinita de lecturas y en ese posicionamiento estatuario, innumerables son los méritos de la novela, e innumerables los posibles acercamientos del lector, sin importar su enfoque. El lenguaje, la filosofía, la historia, la filología, la psicología, encuentran una vasta profundidad en este clásico. Enfrentarse al Quijote significa enfrentarse a uno mismo. Pero quizás la mayor riqueza de la obra está en la construcción del personaje principal, pues abarca, desde un inicio, el problema interminable de la literatura. El personaje literario que pierde la razón a través de la literatura. Solo asentando las bases de la trama cervantina, desarrollada claramente en el primer capítulo, el lector puede encontrar, inmediatamente, una paradoja exquisita con la que tiene largo de qué deleitarse. Para mí, que soy un simple lector, precisamente allí yace uno de los principales méritos del Quijote, esa especie de transtextualidad que no lo es, porque sucede en los mismos límites de la novela. El Quijote es personaje por partida doble, es el personaje de Cervantes y es el personaje de Cide Hamete Benengeli.

Por esa razón analizar a don Quijote como personaje es de cierta manera realizar un análisis que necesariamente se extenderá hacia las interrogantes de la misma literatura. Es innegable que, durante la lectura, todo acontecimiento literario es real para el lector. En la búsqueda de la esencia de ese personaje se halla también la búsqueda del lector, que se deja arrastrar por la verosimilitud de la obra literaria. Por lo tanto, ¿quién es don Quijote? Sería cuerdo empezar por donde todo empieza.
El Quijote es un “hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua…”. Estas dos posesiones son las primeras que utiliza el narrador para introducir al personaje: referencias a sus armas. Esto parece determinarlo aún más que su propio nombre, que es ignorado inclusive por el propio narrador, que dudará entre varios nombres similares. Afirmará, en un inicio del libro, que el personaje principal “por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana”, y aumentará enseguida que “esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad”[2]. En un inicio, el lector encuentra a un personaje vacío, que no tiene un nombre o patria (simplemente “algún lugar de la Mancha”) definidos. En realidad, la identidad del Quijote no puede construirse a partir de ninguna referencia anterior a su locura, debido a que, desde un inicio, el lector está entregado a la pérdida de su razón, y no hay ninguna referencia clara de quién es este personaje antes de ser loco, por eso el nombre anterior a su locura poco importa. Parte de la condición esencial del Quijote será su propio bautizo: es él mismo quien se denomina don Quijote de la Mancha, sin el derecho noble de llamarse don. Recordemos la afición del Quijote de aferrarse al nombre para construir su esencia: aceptará más que gustoso el nombre de El Caballero de la Triste Figura, otorgado por Sancho Panza, se autodenominará El Caballero de los Leones al “vencer” al león en la segunda parte, y no reconocerá su nombre anterior cuando su vecino lo reconoce, herido, en la primera salida. Entonces, tanto el nombre como la locura son elementos que construyen claramente la identidad del personaje cervantino. Lo curioso es que su propio bautizo como don Quijote es posterior al de su caballo y de la recopilación y construcción de su armadura. Es decir, la edificación de su identidad, que indudablemente nace de su nombre, surge después de la decisión de hacerse caballero, después de perder la razón. El lapso entre la locura y la búsqueda de su nombre presupone, a mi parecer, un conflicto en la identificación esencial del personaje por parte del lector. ¿Quién es este hombre que, estando loco, todavía no es don Quijote? La construcción de su celada dura, al menos, una semana, y cuatro días más imaginar el nombre de su Rocinante. Durante esta semana y media, este hombre que ha perdido la razón no es Alonso Quijano, no es caballero. En ese tiempo don Quijote no existe.



Esa inexistencia, en lugar de ser un error, justifica la complejidad esencial de don Quijote, porque es en ese momento cuando se transforma en un personaje doble. Ese espacio de indeterminación es preciso para que se puedan delimitar las características individuales del personaje de Cervantes y el personaje de Cide Hamete Benengeli. A través de la literatura, Alonso Quijano pierde la razón, negando lo verdadero y transformando la realidad en una verosimilitud literaria. La construcción de su celada, el nombramiento de Rocinante, su propio nombramiento y, finalmente, la creación de Dulcinea del Toboso, son todos elementos donde el personaje de Cervantes está ficcionándose a sí mismo, creándose en personaje de Hamete Benengeli, proceso necesario para transformar totalmente su realidad en literatura.
Sin embargo, ¿Por qué entonces el Quijote se nombra a sí mismo antes de buscar doncella? La creación de Dulcinea necesitaba ser posterior a la del personaje para establecer una justificación de las aventuras a las cuales se entregará. Dulcinea es la idealización de sus acciones. La concepción de su ideal solo podía desarrollarse después de que su identidad haya sido determinada. “El caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma”[3], afirmará el narrador antes de ceder la voz al personaje. Pero aún hay algo más interesante en la creación de Dulcinea del Toboso: tiene una representación real, tomada de “una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado”[4]. El ideal “literario” del Quijote necesita de una representación de la realidad. Su locura no puede, por lo tanto, negar la realidad, pero sí transformarla. Le bastaría, si no fuese así, imaginar las aventuras. Hay una necesidad de transformar aquello que es real, esencia fundamental de la literatura. Mientras no recupera la razón, don Quijote niega su existencia anterior a su locura. En la segunda parte de la novela reconocerá a Sancho Panza que nunca ha visto a Dulcinea. ¿Es posible que esto sea verdad, aún sabiendo que el hidalgo que era don Quijote estuvo enamorado de aquella moza labradora? Dulcinea puede ser un personaje literario; don Quijote lo sabe y poco le importa, porque necesariamente es, para él, verdadera, como parece confesar a los condes en la segunda parte del libro: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo”. Dulcinea es real porque, como explica Quijote, él la contempla “como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo” [5]. Don Quijote es consciente de que Dulcinea es un personaje literario, que como tal, tiene un referente real; por lo tanto es tan verdadera como él.

Queda mucho que decir sobre la aventura literaria que don Quijote emprende, pues entra inclusive en este análisis la pertinencia de analizar la figura del narrador, elemento clave para considerar esta dualidad del personaje, que se ha extendido inclusive a la mitificación de su autor. Si apenas he considerado el primer capítulo como punto de partida para explorar estas posibles ramificaciones de la novela, es simplemente para denotar la complejidad y riqueza literaria de esta obra maestra. La pertinencia del Quijote en los tiempos modernos va más allá de la intención confesa del autor, que era burlarse del género caballeresco, debido a que el lector del Quijote, ya sea por cobardía o por indeterminación, fácilmente puede asimilar esa locura como propia, exorcizando en el peculiar personaje la necesidad intrínseca de convertirse en un personaje literario.

[1] Calvino, Ítalo, Por qué leer los clásicos. Tusquets Editores, Barcelona. 1994.
[2] Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Editorial Planeta. Barcelona, 2004. Pág. 34.
[3] Ibíd. Pág. 39.
[4] Ibíd. Págs.39, 40.
[5][5] Ibíd. Pág. 802