marzo 01, 2010

El Quijote y la verdad



Que Don Quijote sea la obra más importante de la literatura en español no propone cuestionamiento en virtualmente crítico alguno. La obra sobrepasa sus innumerables elogios literarios: es un referente cultural y lingüístico, y en esa condición, sobrepasa las fronteras limítrofes en las que orgullosamente solemos encarcelar a las obras literarias. El lector común conoce esta condición, y sabe que en esa lectura que emprende hay más de lo que se dice, por lo que es forzado a encontrar detrás de todo discurso, cervantino o quijotesco, un asidero personalizado del cual agarrarse para descubrir esa gama, casi infinita, de contenidos que posee la obra. “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir” [1], afirmaba Italo Calvino, y el Quijote fácilmente se adapta a esa clasificación. En él, quizás Cervantes dijo todo lo que debía decir, pero El Quijote aún da para más, pésele o no a su autor.
En esa condición infinita de lecturas y en ese posicionamiento estatuario, innumerables son los méritos de la novela, e innumerables los posibles acercamientos del lector, sin importar su enfoque. El lenguaje, la filosofía, la historia, la filología, la psicología, encuentran una vasta profundidad en este clásico. Enfrentarse al Quijote significa enfrentarse a uno mismo. Pero quizás la mayor riqueza de la obra está en la construcción del personaje principal, pues abarca, desde un inicio, el problema interminable de la literatura. El personaje literario que pierde la razón a través de la literatura. Solo asentando las bases de la trama cervantina, desarrollada claramente en el primer capítulo, el lector puede encontrar, inmediatamente, una paradoja exquisita con la que tiene largo de qué deleitarse. Para mí, que soy un simple lector, precisamente allí yace uno de los principales méritos del Quijote, esa especie de transtextualidad que no lo es, porque sucede en los mismos límites de la novela. El Quijote es personaje por partida doble, es el personaje de Cervantes y es el personaje de Cide Hamete Benengeli.

Por esa razón analizar a don Quijote como personaje es de cierta manera realizar un análisis que necesariamente se extenderá hacia las interrogantes de la misma literatura. Es innegable que, durante la lectura, todo acontecimiento literario es real para el lector. En la búsqueda de la esencia de ese personaje se halla también la búsqueda del lector, que se deja arrastrar por la verosimilitud de la obra literaria. Por lo tanto, ¿quién es don Quijote? Sería cuerdo empezar por donde todo empieza.
El Quijote es un “hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua…”. Estas dos posesiones son las primeras que utiliza el narrador para introducir al personaje: referencias a sus armas. Esto parece determinarlo aún más que su propio nombre, que es ignorado inclusive por el propio narrador, que dudará entre varios nombres similares. Afirmará, en un inicio del libro, que el personaje principal “por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana”, y aumentará enseguida que “esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad”[2]. En un inicio, el lector encuentra a un personaje vacío, que no tiene un nombre o patria (simplemente “algún lugar de la Mancha”) definidos. En realidad, la identidad del Quijote no puede construirse a partir de ninguna referencia anterior a su locura, debido a que, desde un inicio, el lector está entregado a la pérdida de su razón, y no hay ninguna referencia clara de quién es este personaje antes de ser loco, por eso el nombre anterior a su locura poco importa. Parte de la condición esencial del Quijote será su propio bautizo: es él mismo quien se denomina don Quijote de la Mancha, sin el derecho noble de llamarse don. Recordemos la afición del Quijote de aferrarse al nombre para construir su esencia: aceptará más que gustoso el nombre de El Caballero de la Triste Figura, otorgado por Sancho Panza, se autodenominará El Caballero de los Leones al “vencer” al león en la segunda parte, y no reconocerá su nombre anterior cuando su vecino lo reconoce, herido, en la primera salida. Entonces, tanto el nombre como la locura son elementos que construyen claramente la identidad del personaje cervantino. Lo curioso es que su propio bautizo como don Quijote es posterior al de su caballo y de la recopilación y construcción de su armadura. Es decir, la edificación de su identidad, que indudablemente nace de su nombre, surge después de la decisión de hacerse caballero, después de perder la razón. El lapso entre la locura y la búsqueda de su nombre presupone, a mi parecer, un conflicto en la identificación esencial del personaje por parte del lector. ¿Quién es este hombre que, estando loco, todavía no es don Quijote? La construcción de su celada dura, al menos, una semana, y cuatro días más imaginar el nombre de su Rocinante. Durante esta semana y media, este hombre que ha perdido la razón no es Alonso Quijano, no es caballero. En ese tiempo don Quijote no existe.



Esa inexistencia, en lugar de ser un error, justifica la complejidad esencial de don Quijote, porque es en ese momento cuando se transforma en un personaje doble. Ese espacio de indeterminación es preciso para que se puedan delimitar las características individuales del personaje de Cervantes y el personaje de Cide Hamete Benengeli. A través de la literatura, Alonso Quijano pierde la razón, negando lo verdadero y transformando la realidad en una verosimilitud literaria. La construcción de su celada, el nombramiento de Rocinante, su propio nombramiento y, finalmente, la creación de Dulcinea del Toboso, son todos elementos donde el personaje de Cervantes está ficcionándose a sí mismo, creándose en personaje de Hamete Benengeli, proceso necesario para transformar totalmente su realidad en literatura.
Sin embargo, ¿Por qué entonces el Quijote se nombra a sí mismo antes de buscar doncella? La creación de Dulcinea necesitaba ser posterior a la del personaje para establecer una justificación de las aventuras a las cuales se entregará. Dulcinea es la idealización de sus acciones. La concepción de su ideal solo podía desarrollarse después de que su identidad haya sido determinada. “El caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma”[3], afirmará el narrador antes de ceder la voz al personaje. Pero aún hay algo más interesante en la creación de Dulcinea del Toboso: tiene una representación real, tomada de “una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado”[4]. El ideal “literario” del Quijote necesita de una representación de la realidad. Su locura no puede, por lo tanto, negar la realidad, pero sí transformarla. Le bastaría, si no fuese así, imaginar las aventuras. Hay una necesidad de transformar aquello que es real, esencia fundamental de la literatura. Mientras no recupera la razón, don Quijote niega su existencia anterior a su locura. En la segunda parte de la novela reconocerá a Sancho Panza que nunca ha visto a Dulcinea. ¿Es posible que esto sea verdad, aún sabiendo que el hidalgo que era don Quijote estuvo enamorado de aquella moza labradora? Dulcinea puede ser un personaje literario; don Quijote lo sabe y poco le importa, porque necesariamente es, para él, verdadera, como parece confesar a los condes en la segunda parte del libro: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo”. Dulcinea es real porque, como explica Quijote, él la contempla “como conviene que sea una dama que contenga en sí las partes que puedan hacerla famosa en todas las del mundo” [5]. Don Quijote es consciente de que Dulcinea es un personaje literario, que como tal, tiene un referente real; por lo tanto es tan verdadera como él.

Queda mucho que decir sobre la aventura literaria que don Quijote emprende, pues entra inclusive en este análisis la pertinencia de analizar la figura del narrador, elemento clave para considerar esta dualidad del personaje, que se ha extendido inclusive a la mitificación de su autor. Si apenas he considerado el primer capítulo como punto de partida para explorar estas posibles ramificaciones de la novela, es simplemente para denotar la complejidad y riqueza literaria de esta obra maestra. La pertinencia del Quijote en los tiempos modernos va más allá de la intención confesa del autor, que era burlarse del género caballeresco, debido a que el lector del Quijote, ya sea por cobardía o por indeterminación, fácilmente puede asimilar esa locura como propia, exorcizando en el peculiar personaje la necesidad intrínseca de convertirse en un personaje literario.

[1] Calvino, Ítalo, Por qué leer los clásicos. Tusquets Editores, Barcelona. 1994.
[2] Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Editorial Planeta. Barcelona, 2004. Pág. 34.
[3] Ibíd. Pág. 39.
[4] Ibíd. Págs.39, 40.
[5][5] Ibíd. Pág. 802

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