Quito es una ciudad húmeda, atrapada entre las piernas abiertas del centro de la tierra. El Centro Histórico, revoltoso y enredado como un pubis gigante, trepa y cae de los montes, aferrándose a cualquier ilusión. Que no se me culpe. Empiezo a ver la ciudad con los ojos del viajante, como si ya fuera un recuerdo. De ahí toda esta publicación, la primera de algunas que seguramente vendrán en estos momentos en los que clavo las uñas en el suelo, aferrándome de tanta piedra que me rodea, mientras que los pies se mueven, caminan al norte, con certerísima ilusión.
Tantos muertos en Quito. Tanta piedra silenciosa. Se escucha el grito desesperado de sus fantasmas en las calles, sus pasos apresurados entre tanto caos. La lluvia parece ser particularmente favorable al resbalarse por la calle Chile, hasta la Marín, que es donde todos van a penar. Nuestro silencio es sagrado, y entre los ojos de tanto santo que se vienen desangrando desde la conquista, encontramos un refugio doloroso y terrible, cómodos entre un secreto milenario que aún no descubrimos.
En estos tiempos de despedida pienso en Quito y me alegro de su tristeza, de su caos. De sus ebrios subiendo cuestas, de sus niños jugándose la vida. De la sombra de toda cruz y sus ilusiones de metrópolis. Hay algo que me conecta con esas piedras lejanas y calladas, con esa tristeza y soledad. Yo también soy un fantasma anónimo.
He compartido ese silencio con la mujer extranjera que me convoca ahora a otros rumbos. Ella también fue piedra y silencio. Comprendió, desde sus ojos, el olor de la piedra, y estuvo entre las paredes rayadas, oliendo la entrepierna del mundo como un fantasma. Su partida también fue mía: es la confirmación de que debo escapar de toda esta tristeza, de todo este caos, que me ha llenado el alma durante 25 años. Me voy, Quito, y me voy contento de llevarte conmigo.